Él vivió en esa casa de donde los niños limpios salían al amanecer y las mujeres con mantilla de encaje iban tras una luz en la frente.
A él le gustaba el cobalto del amanecer y la letra cursiva, los tejados rojos eran sus preferidos y los mitos de los viejos le encantaban. Había aprendido a atravesar una que otra calle sin preocuparse por cruzarlas todas con buen semblante y no le importaba pasar la noche en una esquina, ángulo importante para mirar hacia cualquier lado, llegar pronto y así mismo partir a su antojo. En cambio se sentía un poco incómodo en el centro de los lugares, sencillamente porque si necesitaba irse, estaría muy alejado del principio y del fin.
Siempre y cuando pudiera conservar su gesto imperturbable, de cuando en vez se dejaba embrujar, iba y venía. Y fue así como sus zapatos gastados cruzaron la puerta de aquel sitio, en un momento en que no era oportuno ni indiscreto, pues tan espontánea había sido su llegada, como el movimiento de sus piernas.
………Ella se había prometido conocer al hombre que atravesaba el ventanal para que le contara historias mientras la maquillaba, trenzando su cabello, le perfumara el cuerpo y luego de extasiarla con delicados coloquios y artificios, comenzara a desdibujarse hasta desaparecer.
Ansiosa de materializarlo, de mil formas lo inventaba en el papel, lo vestía como un mago, lo desnudaba, lo moldeaba como a un coloso adornado de muchas pasiones y sabiduría. Luego, desencantada, le puso un traje cualquiera volviéndole carne y hueso, amasijo de cansancios acumulados, y esperanzas matutinas. Esta era la única manera de rastrearlo entre el tumulto de realidades ambulantes. Una vez lo tuviera cerca, le ofrecería sus labios y sus ojos, le alcanzaría el maquillaje reiniciando el ritual en el que ella se transfiguraba en lienzo, en recipiente de violetas y escarlata con el cabello reluciente y perfumado.
Muchas horas esperó tras las cortinas rasgando papeles y ordenando las señales que anunciaran al hechicero que empezaba odiar. De alguna manera, le cobraría los insomnios.
Debería llegar solo y a la hora en que normalmente ella observaba los transeúntes, no tendría palabras innecesarias ni se expondría como un maniquí. Era permisible que llevara un cofre repleto de sorpresas, que anduviera desnudo o con sombrero, que fuera de una edad cualquiera y con las manos muy cuidadas.
Entonces, los dos frente al espejo se reencontrarían con la imagen de la mujer que inspiraba las fábulas en la ventana fantasmal. Esta mujer se quedaría por siempre asomada al espejo como una confidente nocturna e incondicional.
La cara limpia de ella, le traía memorias.
Al verla recostada en la pared del fondo, le puso azul en la frente, la cubrió de esencias exquisitas y se marchó.
Alix Echeverry Díaz